Relato de nuestros mayores

Acompañada en la silla de ruedas por su marido había sido la primera en acercarse a felicitarle. No esperó a que le firmase su ejemplar, no estaba allí para eso. Tan pronto la tuvo cerca le acarició las mejillas con sus suaves manos que olían a limón dulce y serenidad.  Sacó la derecha del bolso de su chaqueta, buscó la de su nieta y depositó en ella el preciado regalo cerrándosela, como el mago que coloca su carta mágica para guardar el secreto; ellas sabían de qué se trataba. Siempre había sido el mismo.

No importaba si habías subido el caldero de carbón para alimentar la cocina donde se preparaban aquellas galletas, manzanas y castañas asadas o si traías buenas notas del colegio. El premio no era por cuán grande fuese el trabajo realizado si no por la consecución del mismo. Siempre había sido así.

La primera vez apenas tendría ocho años. Habían acabado de comer y Marta, para demostrar que ya era mayor, ayudaba a recoger la mesa cuando con las prisas se le escurrió un vaso de las manos y acabó en el suelo haciéndose añicos. Se asustó por el estruendo pero más aún por la bronca que, a buen seguro, le iba a caer por parte de su tía abuela Dolores, la voluntaria solterona que les honraba con su presencia cada domingo, siempre quejándose de todo, incluso de que la gente no se quejase.

En cuanto empezó la retahíla de reproches la abuela se interpuso entre la niña y la máquina de reñir y tras mirar a su cuñada con gesto serio, sin decir una sola palabra, se volvió hacia su nieta, le secó las lágrimas con el dorso de su mano ofreciéndole la otra a la que aquella se aferró como su tabla de salvación y salieron de la cocina.

En apenas unos segundos regresaron con la escoba y el recogedor. La abuela, después de dejar lo más diáfano posible el espacio retirando con sus manos y su mirada lo que molestaba, fuesen muebles o personas, asió la escoba con ambas manos colocando cada una de ellas en su lugar con lentitud y firmeza a la vez que comprobaba como la niña no perdía detalle de su explicación corporal.

Comenzó a barrer marcando cada gesto y cada giro de un modo un tanto ceremonioso convirtiéndolos en una lección, en un baile imaginario que hizo sonreír a la pequeña.

Acercándose a ella la rodeó con su cuerpo al tiempo que, tomando las pequeñas manos bajo las suyas, seguía danzando mientras poco a poco se soltaba dejándola al mando. Le sonreía como aprobación a su buen trabajo. Pasados unos minutos tomó la escoba, acarició el pelo de su ángel y abriéndole la mano se lo entregó; un caramelo de limón. 

 

 

 

 


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