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Relato de nuestros mayores

Acompañada en la silla de ruedas por su marido había sido la primera en acercarse a felicitarle. No esperó a que le firmase su ejemplar, no estaba allí para eso. Tan pronto la tuvo cerca le acarició las mejillas con sus suaves manos que olían a limón dulce y serenidad.  Sacó la derecha del bolso de su chaqueta, buscó la de su nieta y depositó en ella el preciado regalo cerrándosela, como el mago que coloca su carta mágica para guardar el secreto; ellas sabían  de qué se trataba. Siempre había sido el mismo. No importaba si habías subido el caldero de carbón para alimentar la cocina donde se preparaban aquellas galletas, manzanas y castañas asadas o si traías buenas notas del colegio. El premio no era por cuán grande fuese el trabajo realizado si no por la consecución del mismo. Siempre había sido así. La primera vez apenas tendría ocho años. Habían acabado de comer y Marta, para demostrar que ya era mayor, ayudaba a recoger la mesa cuando con las prisas se le escurrió un vaso de l